viernes, 25 de septiembre de 2015

Alma ausente

           No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.

No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.

El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y montes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.

Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.

No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.

Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.


                                                       Federico García Lorca
                                              [del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías]

martes, 15 de septiembre de 2015

Entre la magia y la sabiduría (Antoñete)

           Es esta sinfonía
del capote, que suena,
¿a qué? He aquí el misterio.
Todo, la tela, el aire
de la distancia, toda la embestida,
agresiva y solemne,
y cuando el temple llega, ya es un canto.
He aquí el toro, que aunque tiene nombre,
él se lo da ya más, y quiere, y salva.
Esa manera a solas andándose en la plaza,
el movimiento interno, el del tanteo,
se maciza,
y se hace tacto y aire al mismo tiempo,
cuando llega el embroque.
Aparición sin tiempo.
¿Frontal o circular? ¿Es movimiento o reposo?
La lejanía, la proximidad,
helas aquí. Él bien sabe
la religiosidad del humo y de la sangre:
lo más vivo. Y le llega
una revelación oscura, por la izquierda
o bien por la derecha, y está el cuerpo
ofrecido, total, aquí en su pecho, en poderío y mármol,
entre la magia y la sabiduría.


                                                                  Claudio Rodríguez

sábado, 5 de septiembre de 2015

El tentadero

           Empecé mi adolescencia
urdiendo acción contra el tiempo
y la imagen de la muerte.
El áureo afán del toreo
era, en mí, la eternidad.
(Soñaba con ser eterno
y para olvidar la muerte
me metí en el cementerio:
los toreros que más quise
fueron siempre los más yertos,
Granero, Sánchez Mejías,
Gallito, héroes del silencio,
los amados de los dioses
y míos: yo dios por ellos.)

Compré revistas de toros,
aprendí a pintar los hierros
de cada ganadería.
Al pisar copiaba gestos
que los domingos veía
instaurar sobre el albero.

Si el matador fracasaba,
golpeábamos un cencerro
grande y bronco, que llevábamos
a Sevilla desde el pueblo.
Si triunfaba, a la salida
pellizcábamos su cuerpo
y hasta el domingo siguiente
tacto sacro era el sustento
de nuestra imaginación
enajenada.

Recuerdo
que una mañana partimos,
con el alba, al tentadero.
La dehesa olía a vaho,
a hierba reciente. Ebrio,
toreé con la muleta
a una becerra de cuernos
casi ficticios. Cruzaba
ante mi vientre convexo,
y creí que era la gloria
aquella fusión de esfuerzos,
aquel espasmo de encajes
tersos, incólumes. Pero
la gloria, como la vida,
era menos.

Menos que el brillo que hace
que un vivo se crea muerto,
un momento, bajo el sol,
mientras pasa y yerra el cuerno.


                                                                  Manuel Mantero