jugando al
toro,
con plazas
luminosas
hechas en
corros,
corros de
fantasías
de carne
nueva,
corros de
nueva sangre,
sangre torera.
Las plazas con
faroles
son
luminarias,
que alumbran
las faenas
tan temerarias
de los
chiquillos,
con sus
baberos.
Pañuelos y
tirantes
hechos
toreros.
Muletillas de
trapo
sin
banderillas,
brindis a los
balcones,
¡a sus
chiquillas!
Pelirrojas
coletas,
pecosas frentes,
golfillos ojos
listos,
caras
valientes.
Viejo mantel
de mesa
hecho capote,
el rabo de una
escoba,
el buen
estoque.
Morrillos de
madera
cuernos
pelados,
anchos,
viejos, con punta,
encampanados.
Que viene el
toro, gritan,
que viene el
toro;
es una
bicicleta
con astas de oro.
Y el pedal,
las espuelas;
el faro
hocico,
y en medio el
más valiente,
el más bonico.
Viva el
torero, gritan,
viva el
torero,
el flequillo
es montera,
el palo,
acero,
y un caramelo
viene
desde una
orilla,
el clavel más
hermoso
de una
chiquilla.
Las manolas se
limpian
sus dos
ojillos,
no saben qué
les pasa,
son sus
chiquillos,
los vecinos
del barrio
que juegan a
eso,
y se rifan la
oreja;
va a ser un
beso.
El primero que
brindan
viendo a un
valiente
(caracolas de
angustia
algunas sienten).
Y entre rejas
relucen
sus pecas de
oro.
Y no ven
bicicleta,
sólo ven toro.
Toros en las
esquinas
blancas que
brillan,
y la muerte en
el trapo,
las bocas
chillan,
gritan a sus
toreros,
a sus vecinos,
y las manos en
palmas
se hacen
racimos.
A hombros van
los valientes,
torero y otro,
es un juego de
muerte,
un juego todo.
Juegos de los
chiquillos
que hay en mi
calle,
que quieren
ser toreros
desde que
nacen.
Ismael Belmonte (Albacete, 1929-1981), poeta.
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