urdiendo acción contra el tiempo
y la imagen de la muerte.
El áureo afán del toreo
era, en mí, la eternidad.
(Soñaba con ser eterno
y para olvidar la muerte
me metí en el cementerio:
los toreros que más quise
fueron siempre los más yertos,
Granero, Sánchez Mejías,
Gallito, héroes del silencio,
los amados de los dioses
y míos: yo dios por ellos.)
Compré revistas de toros,
aprendí a pintar los hierros
de cada ganadería.
Al pisar copiaba gestos
que los domingos veía
instaurar sobre el albero.
Si el matador fracasaba,
golpeábamos un cencerro
grande y bronco, que llevábamos
a Sevilla desde el pueblo.
Si triunfaba, a la salida
pellizcábamos su cuerpo
y hasta el domingo siguiente
tacto sacro era el sustento
de nuestra imaginación
enajenada.
Recuerdo
que una mañana partimos,
con el alba, al tentadero.
La dehesa olía a vaho,
a hierba reciente. Ebrio,
toreé con la muleta
a una becerra de cuernos
casi ficticios. Cruzaba
ante mi vientre convexo,
y creí que era la gloria
aquella fusión de esfuerzos,
aquel espasmo de encajes
tersos, incólumes. Pero
la gloria, como la vida,
era menos.
Menos que el brillo que hace
que un vivo se crea muerto,
un momento, bajo el sol,
mientras pasa y yerra el cuerno.
Manuel Mantero Sáenz (Sevilla, 1930), poeta, novelista y ensayista. Considerado uno de los integrantes del grupo poético del cincuenta.
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